La tercera boda by Kostas Taktsís

La tercera boda by Kostas Taktsís

autor:Kostas Taktsís [Taktsís, Kostas]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1964-01-01T00:00:00+00:00


De repente dejó de cantar, oí unos extraños golpes, me asomé a la ventana para ver qué ocurría y la veo golpeándose la cabeza contra la pared. Corro al interior, la agarro por detrás, la aprieto contra mi pecho y llamo a Marieta: «¡Rápido, llama al médico!». Llegó Boros, le inyectó un tranquilizante y le recetó un jarabe que debía tomar tres veces al día. Durante un tiempo tuve la impresión de que ya se había recobrado, hasta que una tarde se presenta de improviso Akis y me dice: «Mi abuela está enferma. Se le han agarrotado las piernas, no puede andar y le ruega que le preste alguno de los bastones viejos del señor Andonis».

En cambio, a Dimitris la cárcel le sentó bien. El horario regular y la forzosa ausencia de toda tentación del mundo exterior era lo que un hombre de pulmones débiles necesitaba. «Si vieras sus mejillas —me decía Ecavi llorando y riendo a la vez—, parecen melocotones. Nunca ha estado tan bien de salud desde que era niño». Para pasar el rato fabricaba alcancías y molinos de viento con madera y esterillas de colores, o leía libros. Le había dado por leer. Un día llegó Ecavi con un papel en la mano y me dijo: «Mira a ver, Nina, tú que eres instruida y has leído tantos libros, quién diablos es este Max Mordau y este Freud que me ha pedido que le compre. No vayan a ser comunistas y los guardias se los requisen». «¡Ay, Ecavi! ¡Bendita seas!, —le digo—. Siempre consigues hacerme reír. No temas, este libro sobre las mentiras convencionales de nuestra civilización de Nordau lo leyó mi difunto padre. En cuanto a Freud, es un gran psiquiatra, pero, bueno, ¿es que nunca has oído hablar del psicoanálisis y del complejo de Edipo?». Oír la palabra psiquiatra y no querer saber más fue todo uno. «¡Madre mía!, —exclamó asustada—. ¡Un psiquiatra! ¿Y para qué quiere él estos libros?». Me las vi y me las deseé para tranquilizarla. «¡Deja de ser tan desconfiada como las mujeres del vulgo! Cómpraselos, y si se los requisan, que se los requisen». Y le puse un billete de cincuenta dracmas en la mano. A pesar de que en aquella época no andábamos muy bien de dinero, la ayudaba cuanto podía, aunque no fuera más que por el alma de Dinos. Fue a la calle Asclipiu y se los compró. Pero, antes de llevárselos a Dimitris, cometió la estupidez de pasarlos por la «censura» de Zódoros, quien, nada más verlos, abrió desorbitadamente los ojos, puso el grito en el cielo, se los arrancó de las manos y los tiró al fuego. «¡Menudo periodista!, —le digo ahora algunas veces para picarlo—. ¡Mira que quemar a Freud, que hasta las criadas lo conocen…!». Zódoros es el mejor hombre del mundo. Gracias a Dios, no me puedo quejar, pero si le sacas de su trabajo, de sus libros de contabilidad y de los reportajes deportivos, no tiene ni idea de nada. Se ríe de mí cada vez que me ve leer libros serios.



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